jueves, 8 de octubre de 2009

SANTA SANGRE

MI ESCENA FAVORITA DE ESTA GRAN PELICULA DE DON JODO, UN CUADRO DE ELLA (SI SE DICE ASI) A MODO DE HOMENAJE (ESPERO) SE REPRODUCE EN FORREST GUMP.

martes, 23 de junio de 2009


Era un día como cualquier otro
a sus cuarenta y pico,
volvía del trabajo y se sentía algo mareado,
supuso que tenia el azúcar alto,
otra vez la vieja diabetes,
que es una pésima compañera,
a falta de alguien a quien dar ese calificativo,
a veces esperamos tanto…
y nos damos cuenta de que nuestra vida solo fue esperar,
aunque la conformación y la inercia
nos invadan por todos lados,
es bueno saber que todavía
no hemos terminado de renunciar.
Conforme pasaban las horas se sintió peor
y fue en vano intentar dormir,
a la mañana siguiente se dirigió al hospital mas cercano,
lo internaron,
le dijeron que tenia una descompensación diabética,
lo vistieron con esos delantales de hospital
que nos hacen sentir tan vulnerables,
pensó que aunque se dijera muchas veces
que el era joven y fuerte,
viéndose así vestido
estaba a completa disposición
de los caprichos de la enfermedad,
de su cuerpo, que se revelaba,
que ahora le parecía algo ajeno
y del que absurdamente dependía su destino,
¡hasta él mismo!,
su cuerpo, que pretendía
negarle a su alma el derecho natural de seguir soñando
y al que sabia, siempre había intentado satisfacer,
antes de perder la conciencia
y al reconocer un par de ojos queridos que venían a verlo,
preguntó, ¿por que tenia que pasar esto?,
como si estuviera ocurriendo algo impensado
dada su condición de inmortal,
supuso que en instantes deberían darle la extremaunción
aunque el fuera agnóstico,
le reconfortaba la idea de eternidad
y no quería hacerse cuestionamientos metafísicos,
ya había pensado mucho en eso
y solo podía aceptar la infinidad de incertezas,
pensó que no dejaría descendencia,
ni una mujer que le hubiera regalado su vida,
tuvo un ultimo pensamiento,
a pesar de los años, a pesar de la vida vivida,
para ella, para la única que amo
y se sintió consecuente.

sábado, 20 de junio de 2009

MANCHAS DE HUMEDAD


Gotas de lluvia caen en mi pecho
Y solo responde un eco de notas ahuecadas
Y mis ojos ya no miran
Parecen fijos en el firmamento
Pero ya no miran
Me gusta llamar firmamento al techo de mi pieza
Que con sus manchas de humedad
Es el único cielo que me queda
Ahora que ya no estás

Ahora que ya no estás
Siento no haberte dicho que te amaba
De la forma en que merecías oírlo
a veces logro armar una frase y emocionarme
y entonces me doy cuenta que ya no estas
que con nadie mas podré compartir esa emoción
y deberé guardármela para siempre
como este dolor que no deja de repetir tu nombre
de añorarte, de pensar en lo que hice y en lo que no hice
y de contemplar ahora esas feas manchas de humedad.

Manchas de humedad
Recuerdo haber limpiado el baño de mi casa
Y de escribir con cloro nuestros nombres en manchas de humedad
Y nadie se dio cuenta porque era en el techo
Porque nadie alza la vista para ver manchas de humedad
Solo tú y te pareció gracioso
Y ahora que ya no estas
Solo quedan tus ojos
Que me miran fijo
Desde oscuras manchas de humedad.

sábado, 23 de mayo de 2009

Mediterráneo

Escena de una de mis películas favoritas que esta "dedicada a todos aquellos que siguen escapando", ganadora del Oscar por mejor película extranjera el '91 y dirigida por Gabriele Salvatores, Mediterráneo.



Quale la cosa più bella
sopra la terra bruna?
Uno dice una torma di cavalieri,
uno di fanti,
uno di navi.
Io, ciò che s'ama.

¿Cual es la cosa mas bella
Sobre la tierra obscura?
Uno dice la caballería,
otro la infantería,
otro la flota,
yo, lo que se ama.

Safo.

viernes, 22 de mayo de 2009

Vesti la Giubba



Letra en italiano / Traducción al español
Recitar! Mentre preso dal delirio /¡Recitar! ¡Mientras preso del delirio,
non so più quel che dico e quel che faccio! / no sé ya lo que digo ni lo que hago!
Eppure… è d’uopo… sforzati! / Y sin embargo… es necesario… ¡esfuérzate!
Bah, seti tu forse un uom? / ¡Bah! ¿Acaso eres tú un hombre?
Tu sei Pagliaccio! / ¡Tú eres payaso!
Vesti la giubba e la faccia infarina. / Ponte el traje y la cara en harina.
La gente paga e rider vuole qua. / La gente paga y aquí quiere reír,
E se Arelcchin t’invola Colombina / y si Arlequín te birla a Colombina,
Ridi, Pagliaccio e ognun applaudirà! / ¡Ríe, Payaso, y todos te aplaudirán!
Tramuta in lazzi lo spasmo ed il pianto; / Muda en pantomimas la congoja y el llanto;
in una smorfia il singhiozzo e ‘l dolor… / en una mueca los sollozos y el dolor.
Ridi, Pagliaccio, sul tuo amore infranto, /¡Ríe, Payaso, sobre tu amor despedazado!
Ridi del duol che t’avvelena il cor! / ¡Ríe del dolor que te envenena el corazón!

sábado, 4 de abril de 2009

LA PANTERA


en el Zoológico del Jardín des Plantes, Paris

Su mirada se ha cansado tanto de observar
el interminable desfile de barrotes ante sí,
que ya mas nada puede retener.
pues para Él, es como si mil barrotes hubieren
y tras cada uno de esos mil barrotes, ningún mundo.

El hábil y ligero andar de sus firmes pasos
que en torno a pequeños círculos girando van
son como una danza de fuerza alrededor de un centro
en el que aun se yergue dormida una enorme voluntad.

Solamente a veces, silenciosamente desplaza los
cortinajes que ocultan sus pupilas;
cruzando hacia su interior una imagen,
que a través de la tensa quietud de sus miembros se desliza,
para caer en su corazón, desvanecerse y morir.



traducción: Esteban Lobos Dellepiane.



Der Panther

Im Jardin des Plantes, Paris



Sein Blick ist vom Vorübergehn der Stäb

eso müd geworden, dass er nichts mehr hält.

Ihm ist, als ob es tausend Stäbe gäbe

und hinter tausend Stäben keine Welt.



Der weiche Gang geschmeidig starker Schritte,

der sich im allerkleinsten Kreise dreht,

ist wie ein Tanz von Kraft um eine Mitte,

in der betäubt ein großer Wille steht.



Nur manchmal schiebt der Vorhang der Pupille

sich lautlos auf -. Dann geht ein Bild hinein,

geht durch der Glieder angespannte Stille-

und hört im Herzen auf zu sein.



Rainer Maria Rilke

6.11.1902, Paris.

viernes, 20 de marzo de 2009

AQUEL MINUTO EN WATERLOO


La estrella del destino rige a los poderosos y a los violentos. Durante años se convierte en la esclava servil de un solo hombre. Como sucedió con Alejandro, César y Napoleón.

Rarísimas veces, en el espacio de los tiempos, impulsada por su caprichosa veleidad, se entrega al azar a un cualquiera. Rarísimas veces —momentos maravillosos de la historia de la Humanidad— el hilo de los hados se detiene un instante en la indiferente mano de un hombre que se siente más asustado que feliz ante la borrasca de responsabilidad que le empuja entonces a tomar parte en el heroico espectáculo del mundo, y la mano deja escapar el hilo que había retenido unos segundos. Son poquísimos los que se dan cuenta de ese azar y lo aprovechan para elevarse. Efímero es el momento en que la grandeza se entrega a los pusilánimes, y la suerte no volverá a ellos por segunda vez.



GROUCHY



En medio de los bailes, de los galanteos cortesanos, de intrigas y discusiones del Congreso de Viena suena como un cañonazo la noticia de que Napoleón, el desterrado en la isla de Elba, había huido de allí y se encontraba en Francia. Uno tras otro van llegando los mensajes: ha conquistado Lyón, y expulsado al Rey; fanáticamente van las tropas a su encuentro; ya está otra vez en París, en las Tullerías. Han sido inútiles Leipzig y los veinte años de guerras homicidas. Asustados, los intrigantes ministros ya no pueden discutir. Se apresuran a ponerse de acuerdo en aquel momento de peligro para todos. Se organiza rápidamente el ejército inglés, el austríaco, el prusiano y el ruso, cuyo único objetivo es destruir definitivamente el poder del usurpador: jamás estuvo Europa tan unida como en aquellos momentos de pánico. Desde el Norte se dirige Wellington contra Francia; Blücher, con su ejército prusiano, se acerca para ayudarle; Schwarzenberg toma posiciones en el Rin, y los pesados y lentos regimientos rusos, formando las reservas, pasan por Alemania. Le basta a Napoleón una sola mirada para darse cuenta del peligro mortal que le acecha. Sabe que no puede perder tiempo, que no debe esperar a que sus enemigos se reúnan. Es preciso dividirlos, atacarlos por separado, a los prusianos, a los ingleses, a los austríacos, antes de que se conviertan en homogéneo ejército europeo y produzcan el hundimiento dé su Imperio. Ha de apresurarse; en su propio país, los enemigos se despiertan. Debe vencer antes de que los republicanos cobren más fuerza y se unan a los realistas, antes de que el hipócrita y enigmático Fouché, de acuerdo con Talleyrand, émulo suyo, destruya a su espalda la victoria. En un impulso trascendental debe aprovechar el delirante entusiasmo de sus tropas para arremeter contra el enemigo. Cada día significa una pérdida, en cada hora se oculta un peligro. Por eso no vacila en tirar los dados sobre el campo de batalla más ensangrentado de Europa: Bélgica. El 15 de junio, a las tres de la madrugada, la vanguardia del grande y único ejército de Napoleón pasa la frontera. El 16, la emprenden ya contra los prusianos y los hacen retroceder. Es el primer zarpazo del león que se siente en libertad, zarpazo terrible pero no mortal. Vencido pero no aniquilado, el ejército prusiano se retira hacia Bruselas.

Retrocede Napoleón para asestar el segundo golpe contra Wellington. No tiene tiempo de tomar aliento; cada día que pasa supone un refuerzo para el enemigo. Además, detrás de él está el pueblo francés, cuyo ánimo necesita mantener con victoriosos partes de guerra. El 17, todavía marcha con todo su ejército hasta las alturas de Quatre-Bras, donde Wellington, el frío enemigo de nervios de acero, se ha atrincherado. Jamás fueron las disposiciones de Napoleón más meditadas, más claras sus órdenes como en aquel día; no sólo piensa en el ataque, sino que prevé también sus peligros, y no se le pasa por alto la posibilidad de que el ejército de Blücher, que aunque derrotado no estaba deshecho, pueda unirse al de Wellington. Para impedir esto destaca una parte de su ejército con la misión de que, paso a paso, vaya alejando a las huestes prusianas e impida su unión con los ingleses.

El mariscal Grouchy es el encargado de realizar esa operación. Se trata de un hombre de mediana inteligencia, recto, valiente, de toda confianza; un buen jefe de probado valor, pero nada más que un buen jefe. No es un guerrero arrojado e impetuoso como Murat, ningún estratega como Saint-Cyr y Berthier, ningún héroe como Ney. No ostenta condecoraciones, no está aureolado por ningún mito de hazañas legendarias, no hay en él nada destacado que acuse personalidad en aquel mundo heroico napoleónico. Sólo le han dado nombre sus desgracias y sus fracasos. Luchó durante veinte años, desde España hasta Rusia, de Holanda a Italia, y alcanzó su graduación de mariscal lentamente, aunque no inmerecidamente, sin ningún hecho extraordinario en su historia militar. Las balas austríacas, el sol de Egipto, los puñales árabes, los hielos de Rusia, fueron aniquilando a camaradas: Desaix en Marengo, Kleber en El Cairo, Lann en Wagram. No conquistó la ruta hacia la dignidad suprema, sino que le fue deparada por sus veinte años de campaña.

Napoleón sabe perfectamente que en Grouchy no tiene ningún estratega, sino un hombre de confianza, valiente y sereno. Pero la mitad de sus mariscales yacen bajo tierra y los que quedan están desalentados y viven retirados en sus moradas, hartos de la vida de campaña. Por eso se ve precisado a confiar una acción decisiva a un hombre de medianas condiciones.

El 17 de junio, a las once de la mañana, un día después de la victoria de Ligny, uno antes del desastre de Waterloo, Napoleón confía al mariscal Grouchy por primera vez una acción independiente. En un segundo, aquel militar modesto se integra a la historia universal. Unos instantes solamente, sí, pero ¡qué instantes! Concreta es la orden de Napoleón. Mientras el mismo Emperador ataca a los ingleses, corresponde a Grouchy perseguir con un tercio del ejército a los prusíanos. Orden sencilla en apariencia, precisa e inconfundible, pero flexible quizá y de dos filos, como una espada, puesto que, con dicho mandato, Grouchy queda obligado a mantenerse constantemente unido al grueso del ejército.

Con cierta vacilación, el mariscal se hace cargo del mando. No está acostumbrado a obrar por cuenta propia; su prudencia, carente de iniciativa, sólo se siente segura cuando la mirada genial del Emperador le indica la actitud que debe tomar. Luego barrunta el descontento de sus generales y quizá también algún golpe inesperado del destino. Sólo le tranquiliza la proximidad del cuartel general; tres horas escasas de marcha le separan del ejército del Emperador.

Grouchy se despide en medio de una lluvia torrencial. Después, lentamente, hundiendo los pies en el fango, avanzan sus soldados tras las huellas prusianas, o al menos en la dirección que suponen ha tomado Blücher.



LA NOCHE DE CAILLOU



Continúa cayendo una lluvia nórdica. Como rebaño empapado de agua marchan en la oscuridad los regimientos de Napoleón. El barro dificulta el paso. No hay donde cobijarse, ni techo ni casa alguna. La paja está demasiado mojada para echarse en ella. Los soldados se reúnen en grupos y duermen sentados, espalda con espalda, bajo la despiadada lluvia. El Emperador mismo no descansa; está dominado por un nerviosismo febril, pues los reconocimientos fracasan debido al mal tiempo; los informes de los exploradores son muy confusos. Ignora si Wellington se dispone a atacar y no tiene la menor noticia de Grouchy acerca de los prusianos. A la una de la madrugada, despreciando la lluvia, que sigue cayendo torrencialmente, el Emperador sale a recorrer las avanzadas. En la lejanía, a un tiro de cañón, se distingue, a través de la niebla, el amortiguado resplandor de las luces del campamento inglés. Al despuntar el alba vuelve a su pequeña cabaña de Caillou, su modesto cuartel general, donde encuentra los primeros partes de Grouchy. Son noticias poco claras respecto a la retirada de los prusianos, pero con la promesa tranquilizadora de que continuarán siendo perseguidos. Poco a poco va cesando la lluvia.

El Emperador va y viene, impaciente, por la habitación luego se detiene a la entrada de la casucha y fija la mirada en el horizonte, esperando que el velo que cubre la lejanía descorra y permita tomar una decisión.

A las cinco de la mañana deja de llover. Se disipan también los nubarrones de la duda. Circula la orden para que, a las ocho, todo el ejército esté dispuesto para entrar combate. Redoblan los tambores, y los enlaces a caballo galopan en todas direcciones. Napoleón se echa entonces en lecho de campaña para dormir un par de horas.



LA MAÑANA DE WATERLOO



Son las nueve de la mañana. Las tropas no están todavía del todo reunidas. El terreno, enfangado por la lluvia, que ha caído sin cesar durante tres días, dificulta el avance de la artillería. Lentamente se levanta el sol, y sus primeros rayos brillan acompañados de un cortante viento. No aquel sol de Austérlitz, ardiente y lleno de promesas, si un sol pálido de nórdicos resplandores. Por fin están puestas las tropas, y, antes de empezar la batalla, Napoleón recorre el frente montado en su blanca yegua. Como impelidas por un violento vendaval se inclinan hacia el suelo las águilas de todas las banderas, los jinetes blanden sables y los infantes levantan sus peludos gorros en las puntas de las bayonetas. En honor del Emperador redoblan frenéticamente los tambores; las trompetas lanzan al espacio sus vibrantes notas, pero todos aquellos estridentes sonidos quedan apagados por el grito delirante que resuena como un trueno por encima de las tropas, que sale de setenta mil gargantas a la vez: «Vive I'Empereur!»

Jamás ninguna revista militar, durante los veinte años napoleónicos, fue tan magnífica y entusiasta cómo ésta. La última. Cuando cesaron los vítores eran las once - tres horas más tarde de lo previsto, tres horas de retrato fatal -. Se ordena a la artillería que concentre el fuego sobre las «guerreras rojas» que ocupan la colina, pues Ney, le brave des braves, avanza ya al frente de los infantes. Comienza la hora decisiva para Napoleón. Incontables veces ha sido descrita esta batalla, pero nunca nos cansamos de leer sus emociones alternativas en la descripción magnífica de Walter Scott o en el estupendo relato de Stendhal. Se contempló de cerca y de lejos, lo mismo desde la colina donde se encuentra el Emperador, a distancia, como de cerca, sobre la silla de coracero. Obra maestra de tensión y de dramatismo, que va de la angustia a la esperanza, y que, de repente, se transforma en un momento catastrófico, símbolo de una verdadera tragedia. En el destino de un hombre está vinculada la suerte de Europa entera. Ese asombroso castillo de fuegos artificiales que fue toda la existencia de Napoleón chisporrotea en lo alto, una vez más, para iluminar, por un instante, la inmensidad del cielo con el fulgor de sus cohetes y extinguirse luego para siempre. Desde las once hasta la una, los regimientos franceses asaltan las alturas, toman pueblos y posiciones, tienen que retroceder, pero vuelven a atacar. Ya son diez mil los cadáveres que cubren aquella fangosa y desierta tierra, pero nada se ha conseguido. Los dos ejércitos están agotados, exhaustos; los dos generales se muestran inquietos. Todos saben que la victoria será de aquel que reciba antes refuerzos, Wellington de Blücher, Napoleón de Grouchy. El Emperador coge, nervioso, el catalejo y envía continuamente mensajeros. Si el mariscal llega a tiempo, volverá a brillar sobre Francia el sol de Austerlitz.



LA FALLA DE GROUCHY



Sin darse cuenta él mismo, Grouchy tiene en sus manos la suerte de Napoleón. Cumpliendo las órdenes recibidas, partió al atardecer del 17 de junio y tras los prusianos en la dirección que creyó habrían seguido. La lluvia había cesado y, como si marcharan por tierras sin enemigos, los jóvenes soldados que hasta el día anterior no habían venteado la pólvora no ven aparecer por ninguna parte al adversario ni descubren la menor huella del ejército prusiano.

De repente, mientras el mariscal toma un ligero refrigerio en una casa de campo, notan que el suelo se estremece bajo sus pies. Prestan atención, y llega hasta ellos un sordo, continuo y amortiguado rumor. Son cañones que disparan a una distancia de tres horas. Algunos oficiales se echan al suelo y pegan el oído en él como hacen los indios, para poder precisar la dirección del cañoneo. Su eco retumba apagado y lejano. Son las baterías de Saint-Jean, es el principio de Waterloo. Grouchy reúne a los oficiales en consejo. Gérard, el jefe de su Estado Mayor, exclama con ardimiento:

—¡Hay que ir a buscar esos cañones!

Otro oficial apoya esa opinión gritando:

—¡Vamos por ellos inmediatamente!

Ninguno duda que el Emperador ha dado ya con los ingleses y que ha comenzado una dura batalla. Pero Grouchy está indeciso. Acostumbrado a obedecer, se atiene a las instrucciones recibidas, a la orden imperial de perseguir a los prusianos en su retirada. Gérard, ante el titubeo del mariscal, insiste con vehemencia:

—¡Vayamos por los cañones!

Y para los veinte oficiales, aquellas palabras suenan como una orden, como una súplica. Pero Grouchy no está conforme con la sugerencia. Vuelve a decir terminantemente que él no puede dejar de cumplir su obligación mientras no llegue una contraorden del Emperador. Los oficiales se sienten decepcionados, escuchando en el expectante silencio el lejano retumbar de los fatídicos cañones.

Entonces Gérard intenta un último recurso. Suplica que se le permita acudir al campo de batalla con su división y unas cuantas piezas de artillería, comprometiéndose a regresar a tiempo. Grouchy reflexiona durante un momento.



LA HISTORIA DEL MUNDO EN UN MOMENTO



Grouchy reflexiona un momento, y ese momento decide su propio destino, el de Napoleón y el del mundo entero. Aquel momento transcurrido en una casa de campo de Walheim decide todo el siglo XlX. Aquel momento —que encierra la inmortalidad— está pendiente de los labios de un hombre mediocre pero valiente; se halla entre las manos que estrujan crispadamente la orden del Emperador. ¡Oh, si en aquellos instantes Grouchy fuera capaz de arriesgarse audazmente, de desobedecer las órdenes recibidas por convencimiento propio ante los hechos, Francia estaría salvada! Pero aquel mediocre y apocado hombre se limita a atenerse a la disciplina. Es incapaz de escuchar la voz del destino.

Por eso Grouchy se niega enérgicamente. Sería un acto de insensatez dividir más aún un cuerpo de ejército que ya se halla dividido. Su misión es perseguir a los prusianos, sólo eso. Los oficiales no replican. Un penoso silencio se hace alrededor del jefe. Y en aquellos instantes se le escapa irremediablemente lo que ya ni palabras ni hechos podrán restablecer: Wellington ha vencido.

Prosigue el avance. Gérard y Vandôme, comidos por la rabia; Grouchy, intranquilo y a cada momento menos seguro, pues, cosa curiosa, no se ve el menor vestigio del ejército prusiano, que parece haber abandonado la idea de marchar sobre Bruselas. De pronto, unos emisarios traen noticias sospechosas de que la retirada del enemigo se ha convertido en una marcha de flanco hacia el campo de batalla. Aún habría tiempo de correr en auxilio del Emperador, pero Grouchy continúa esperando la contraorden, cada vez más inquieto y preocupado. Sin embargo, no llega. Retumban sin cesar los cañones. La tierra tiembla: son los dados de hierro que decidirán la batalla de Waterloo.



LA TARDE DE WATERLOO



Es ya la una. Se han lanzado cuatro ataques, que han removido sensiblemente el centro de Wellington. Napoleó se prepara para el asalto decisivo. Manda reforzar las baterías de Belle-Alliance, y antes de que se desvanezca la cortina de humo que cubre las colinas dirige una última mirada al campo de batalla.

Y entonces descubre que por la parte del Noroeste, un oscura y amplia sombra parece surgir de los bosques. ¡Son nuevas tropas! Todos los catalejos se concentran en aquel punto. ¿Será Grouchy que, inspiradamente, ha desobedeció sus órdenes y se presenta providencialmente en el instante decisivo? No, un prisionero cree que se trata de fuerzas prusianas, de la vanguardia del general Von Blücher. El Emperador sospecha por primera vez que el ejército alemán ha burlado la persecución y va a unirse con los ingleses, mientras sus propias fuerzas maniobran inútilmente. Acto seguido envía un mensaje a Grouchy ordenándole que mantenga el contacto a toda costa y evite que los prusianos intervengan en la batalla.

El mariscal Ney recibe al mismo tiempo orden de atacar. Hay que rechazar a Wellington antes de que lleguen los prusianos: nada parece temerario ante la incertidumbre de la situación. Toda la tarde se suceden los furiosos ataques en la llanura, con incesantes refuerzos de infantería, que toma por asalto las aldeas destruidas; flamean las banderas sobre la ola napoleónica que arremete contra el agotado enemigo. Pero Wellington continúa resistiendo y no llega ninguna noticia de Grouchy. «¿Dónde está Grouchy? ¿Dónde espera?», murmura nerviosamente Napoleón, viendo que la vanguardia prusiana va interviniendo progresivamente en la lucha. Sus mariscales también se impacientan. Y resueltamente, para acabar de una vez, el mariscal Ney, tan temerario como Grouchy prudente ha perdido ya tres caballos en la batalla—, lanza a toda la caballería francesa a un ataque conjunto. Diez mil coraceros y dragones emprenden la terrible carrera de la muerte, destruyen cuadros, arrollan a los artilleros y penetran en las primeras filas enemigas. Son rechazados otra vez, pero la fuerza de los ingleses toca a su fin, el dominio que ejercían sobre aquellas colinas empieza a ceder. Y cuando la diezmada caballería francesa retrocede ante las descargas de fusilaría, avanza la última reserva de Napoleón, de un modo lento y grave: es la vieja guardia que marcha a conquistar la colina de cuya posesión depende el destino de Europa.



LA DECISIÓN



Cuatrocientos cañones truenan por ambas partes desde la mañana. La planicie se estremece al choque de la caballería con las tropas adversarias, que lanzan torrentes de fuego al redoble enardecedor de los tambores. Pero arriba, en lo alto de ambas colinas, los dos caudillos permanecen impasibles ante el ruido de aquella terrible tempestad humana. Están pendientes de otro sonido más apagado: el tic-tac de los relojes, que late como el corazón de un pájaro en sus respectivas manos, marcando el tiempo, indiferentes a los hombres que combaten. Napoleón y WelIington no separan los ojos de sus cronómetros: cuentan las horas, los minutos que han de traerles los esperados refuerzos decísivos. Wellington sabe que Blücher está cerca. Napoleón espera a Grouchy. Ninguno de los dos cuenta con más fuerzas de reserva. Las que lleguen antes decidirán la victoria. Junto al bosque empieza a distinguirse la polvorienta nube de la vanguardia prusiana. Napoleón y Wellington están pendientes de aquel enigma. ¿Se trata sólo de algunos destacamentos? ¿Es el grueso del ejército que ha escapado de Grouchy?

Los ingleses resisten con sus últimas fuerzas, pero también los franceses están exhaustos. Los dos ejércitos, jadeantes, permanecen frente a frente; como dos luchadores dejan caer ya los debilitados brazos y contienen la respiración antes de acometerse por última vez.

Por fin retumban los cañones por el flanco de los prusianos, se vislumbran destacamentos, se oye el ruido de la fusilaría. «¡Por fin llega Grouchy!», suspira Napoleón. Confiando en que tiene el flanco asegurado, reúne a sus hombres y se lanza otra vez contra el centro de Wellington, para romper el anillo inglés que guarda Bruselas y hacer volar la puerta de Europa.

Pero aquel fuego de fusilaría no ha sido más que una desorientadora escaramuza. Desconcertados los prusianos por unos uniformes desconocidos, centran el fuego sobre los de Hannóver, pero inmediatamente se dan cuenta de su lamentable confusión y en poderoso alud salen de la espesura del bosque. No, no es Grouchy quien se acerca con sus tropas, sino Blücher, y con él la fatalidad. La noticia se difunde rápidamente entre las tropas imperiales, y empiezan a replegarse, pero conservando el orden todavía. Wellington, que comprende en seguida la crítica situación del adversario, galopa hasta la falda de la colina tan eficazmente defendida y agita el sombrero sobre su cabeza, señalando al enemigo que retrocede. Aquel gesto de triunfo es comprendido por sus hombres y, en un supremo esfuerzo, se lanzan contra la desmoralizada masa. Simultáneamente, la caballería prusiana ataca por el flanco al destrozado ejército, y se oye el grito demoledor de «¡Sálvese quien pueda!» En pocos minutos, el gran ejército, como un incontenible torrente, impelido por el terror, arrastra incluso a Napoleón. La caballería enemiga penetra en aquel torrente convertido ya en agua mansa e inofensiva para ella, donde pesca fácilmente el coche del caudillo francés, los valores del ejército, toda la artillería abandonada en aquella espuma de angustia y desesperación. El Emperador puede salvar la vida y la libertad sólo al amparo de la noche. Pero aquel hombre que, sucio, desconcertado, medio muerto de fatiga, se deja caer del caballo a la puerta de una miserable posada, ya no es un emperador. Su imperio, su dinastía, su suerte, se han desvanecido. La falta de decisión de un hombre mediocre ha derrumbado el magnífico edificio que construyera en veinte años el más audaz y genial de los mortales.



RETORNO AL DIA



Apenas el ataque inglés ha derribado a Napoleón, un desconocido va en una calesa por el camino de Bruselas y de allí al mar, donde un barco espera ya al viajero. Se dirige a Londres. El desconocido llega a la capital antes que los correos extraordinarios y consigue, gracias al total desconocimiento de la sensacional noticia, hacer saltar la Bolsa. Aquel hombre es Rotschild, que con esta hazaña genial funda un nuevo imperio, una nueva dinastía. Al día siguiente se conoce la victoria en Inglaterra. En Paris, Fouché, el eterno traidor, se entera de la derrota. En Bruselas y en Alemania se lanzan a vuelo las campanas de la victoria.

Sólo un ser no sabe nada a la mañana siguiente del desastre de Waterloo, aunque se encuentra sólo a cuatro horas de distancia del lugar memorable. Es el desgraciado Grouchy. Siempre fiel a las órdenes recibidas, continúa marchando en persecución de los prusianos. Pero como no los encuentra por ninguna parte, se desconcierta y flaquea su ánimo. Los cañones no cesan de tronar a poca distancia, cada vez más fuerte, como si pidieran auxilio. Cada disparo que hace temblar la tierra parece hundirse en el corazón. Todos saben con certeza que no se trata de un simple cañoneo, sino de una gran batalla: la batalla final.

Nerviosamente cabalga Grouchy entre sus oficiales, que evitan toda discusión con él, ya que sus consejos fueron rechazados.

Cerca de Wabre dan por fin con un cuerpo de ejército prusiano, de la retaguardia de Blücher, que se ha fortificado en aquel lugar. Rabiosos lánzanse contra las trincheras. Gérard va a la cabeza de sus hombres, como si, poseído de un fatídico presentimiento, buscase la muerte. Cae derribado por un balazo y enmudece para siempre la voz que podía reprochar. Al llegar la noche, los franceses se hacen dueños de la población, pero todos comprenden que aquella pequeñísima conquista ya no tiene ninguna importancia, pues allá lejos, en el campo de batalla, reina un helado y profundo silencio, una angustiosa quietud, una paz de muerte. Todos comprenden que era mil veces mejor el oír tronar los cañones que no la incertidumbre que ahora los consume. La terrible batalla, según todos los indicios, ha debido de terminar, pero ¿a favor de quién se ha decidido?

Y esperan toda la noche inútilmente. No llega ningún mensajero. Se diría que el gran ejército los ha abandonado, y se hallan allí sin objeto ni razón alguna. Con la aurora levantan los campamentos y reemprenden la marcha, agotados y plenamente convencidos de que ya de nada sirven sus avances y maniobras. Por fin, a las diez de la mañana, llega a galope tendido de su caballo un oficial del Estado Mayor. Le ayudan a desmontar y le asedian a preguntas. Pero él, con la faz descompuesta, los sudorosos cabellos pegados a las sienes, presa de una extraordinaria excitación, murmura unas palabras ininteligibles que nadie puede ni quiere comprender. Creen que delira cuando les dice que ya ni hay Emperador ni ejército imperial, que Francia está perdida. Pero poco a poco pueden arrancarle coordinadamente ya la triste narración. Grouchy, demudado, se apoya tembloroso en su sable; se da plena cuenta de que empieza en aquel instante el martirio de su vida. Pero con hombría asume para sí toda la responsabilidad. El hombre irresoluto y disciplinado que en el momento supremo no supo reaccionar como exigían las circunstancias, ahora, cuando se encuentra ante el peligro próximo, se conduce casi como un héroe. Reúne inmediatamente a todos los oficiales y, con los ojos llenos de lágrimas de rabia y de dolor, les dirige una alocución en la cual se acusa de su indecisión, que trata de justificar. Los oficiales, que ayer le miraban con rencor, le escuchan en silencio. Podrían acusarle y vanagloriarse de ser ellos los que estaban en lo cierto, pero nadie se atreve ni quiere hacerlo. La desesperación les hace enmudecer. Y precisamente en esa hora, demasiado tarde ya, pues ha dejado perder irremisiblemente el supremo instante, es cuando Grouchy demuestra todas sus aptitudes militares. Sus virtudes, su prudencia, su habilidad, su circunspección y escrupulosidad se hacen evidentes cuando se siente dueño de sí mismo y no al servicio de una orden escrita. Rodeado por fuerzas cinco veces superiores a las suyas, emprende la retirada de sus tropas a través del enemigo, merced a una habilísima maniobra estratégica, sin perder ni un solo hombre ni un solo cañón. Y así salva el último ejército del Imperio y de Francia. Pero a su regreso ya no hay un emperador que se lo agradezca ni un enemigo a quien desafiar. Llegó demasiado tarde. Jerárquicamente, asciende al ser nombrado general en jefe y par de Francia, cargos que desempeña con tacto y pericia, pero nada podrá hacerle recuperar aquel instante en que fue dueño del destino y no supo aprovecharlo.

Tremenda venganza del «momento supremo», de ese momento que de cuando en cuando se presenta a los mortales, entregándose al hombre anodino que no sabe utilizarlo. Las virtudes ciudadanas, la previsión, la disciplina, el celo y la prudencia, valores magníficos en circunstancias normales del vivir cotidiano, se diluyen, fundidas por el fuego glorioso del instante del destino que exige el genio para poder plasmarlo en una imagen imperecedera.

El vacilante es rechazado con desprecio. Únicamente los audaces, nuevos dioses de la tierra, son encumbrados por los brazos del destino al cielo de los héroes.

De Momentos estelares de la humanidad
Stefan Zweig.

sábado, 28 de febrero de 2009

jueves, 5 de febrero de 2009

VENDRÁ LA MUERTE Y TENDRÁ TUS OJOS



Verrà la morte e avrà i tuoi occhi Vendrá la muerte y tendrá tus ojos

Verrà la morte e avrà i tuoi occhi- Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
questa morte che ci accompagna esta muerte que nos acompaña
dal mattino alla sera, insonne, de la mañana a la noche, insomne,
sorda, come un vecchio rimorso sorda, como un viejo remordimiento
o un vizio assurdo. I tuoi occhi o un vicio absurdo. Y tus ojos
saranno una vana parola, serán una vana palabra,
un grido taciuto, un silenzio. un grito callado, un silencio.
Così li vedi ogni mattina Así los ves cada mañana
quando su te sola ti pieghi cuando te inclinas sobre ti misma
nello specchio. O cara speranza, ante el espejo.Oh,amada esperanza,
quel giorno sapremo anche noi aquel día sabremos, también nosotros
che sei la vita e sei il nulla que eres la vida y eres la nada.
Per tutti la morte ha uno sguardo. Para todos la muerte tiene una mirada.
Verrà la morte e avrà i tuoi occhi.Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Sarà come smettere un vizio, Será como dejar un vicio,
come vedere nello specchio como ver en el espejo
riemergere un viso morto, emerger un rostro muerto,
come ascoltare un labbro chiuso. como escuchar un labio cerrado.
Scenderemo nel gorgo muti. descenderemos al mudo infierno.

Cesare Pavese.

lunes, 2 de febrero de 2009

GAVIOTAS



Alguna vez también pude llegar
a conseguir lo que siempre soñé
tuve un lugar, tuve un amor
y me quedé sin tu foto en el cajón
para mirar alguna vez.
Alguna vez no supe renunciar
y me sirvió para sufrir
porque vivir no es vivir
sin libertad
y quien querer
voy a poder si nunca sale el sol
Voy a escribir mil veces más
canciones que ya escribí
quiero volar entre los edificios
cruzar el mar como gaviotas
y ser de nuevo lo que soy yo, como siempre
podría ser posible que en invierno te olvide
y que seguir sea complicado
mejor será sacarme del costado
ese puñal que quema todo el tiempo
y que la sangre limpie lo que pueda
limpie todo lo que pueda.

Andres Calamaro.

lunes, 26 de enero de 2009

El Barco Ebrio



Al tiempo que bajaba por ríos impasibles,
Sentí que no me guiaban los hombres a la sirga:
Aullantes pieles rojas, tomándolos por blanco,
Los clavaron desnudos en postes de colores.

Portador de algodón inglés, trigo de Flandes,
Sin pena me tenían todos los tripulantes.
Cuando acabó aquel ruido a la par que mis hombres,
Me dejaron los Ríos marchar adonde quise.

Entre los chapoteos de la mar encrespada,
Yo, el invierno pasado, más sordo que el cerebro
De los niños… ¡bogaba! Penislas a la vela
Nunca experimentaron barullos más triunfantes.

La tempestad bendijo mi despertar marino.
Más ligero que un corcho bailé sobre las olas
(Eternas trajineras de víctimas las llaman),
¡Sin añorar, diez noches, a las bobas farolas!

Más dulce que manzanas agrillas para un niño,
Impregnó el agua verde mi cascarón de abeto
Y me lavó las manchas de tintorros y vómitos,
Dispersando el timón y el áncora de brazos.

Y desde entonces bogo inmerso en el Poema
De la mar, infundida de astros, lactescente,
Tragando verdes cielos por donde a veces baja,
Cuerpo arrobado y pálido, un muerto pensativo;

Donde, tiñendo súbitos azules, desvaríos
Y ritmos lentos bajo el rutilante día,
Más fuertes que el alcohol y más que nuestras liras,
¡Fermentan las amargas rojuras del amor!

Sé de cielos que rompen en rayos, y de trombas,
Resacas y corrientes; sé también del ocaso,
Del alba entusiasmada cual tribu de palomas,
¡He visto varias veces lo que ver cree el hombre!

¡Vi al sol poniente, sucio de místicos horrores,
Iluminando vastos coágulos violetas,
Y lejos, cual actrices de antiquísimos dramas,
Olas rodando al paso su temblor de postigos!

¡Soñé la verde noche de nieves deslumbradas,
Beso que asciende lento hasta los ojos mismos
Del mar, circulación de savias inauditas,
Y aviso azul y gualda de los cantantes fósforos!

¡He seguido por meses, como a piaras histéricas,
Embates de mareas contra los arrecifes,
Sin pensar que los pies de luz de las Marías
Domar pudieran morros asmáticos de Océanos!

¡Creánme que he tocado increíbles Floridas,
Donde ojos de pantera con piel de hombre a flores
Se mezclan! ¡Y arcos iris bajo el confín marino,
Tensados como bridas para glaucos rebaños!

¡He visto fermentar vastas marismas, nasas
En donde un Leviatán entre aulagas se pudre!
¡Avalanchas de aguas en medio de bonanzas,
Distancias que se abisman como las cataratas!

¡Soles de plata, heleros, alas de nácar, cielos
De brasa! ¡Horribles pecios engolfados en simas
Donde enormes serpientes, comidas por las chinches,
Con negro aroma caen desde torcidos árboles!

Quisiera haber mostrado a los niños doradas
De agua azul, esos peces de oro que salmodian.
–La espuma en flor meció mis salidas de rada
Y vientos inefables me alaron por instantes.

A veces, mártir harto de polos y de zonas,
La mar cuyo sollozo mi vaivén suavizaba,
Me subía, de amarillas ventosas, sus corolas
Brunas, y, cual mujer, de hinojos me quedaba...

Penisla que columpia en sus riberas guano
Y querellas de pájaros chillones de ojos rubios,
Yo navegaba, mientras por mis frágiles zunchos
¡Ahogados con sueño andaban para atrás!

Así, barco perdido entre pelo de ancones,
Lanzado por la tromba en el éter sin aves,
Yo, a quien acorazados o veleros del Hansa
No le hubieran salvado el casco ebrio de agua;

Libre, humeante, envuelto en brumazón violeta,
Yo, que horadaba el cielo rojizo como un muro
Que sostiene, jalea exquisita gustada
Por el poeta, líquenes de sol, muermos de azur;

Que corría empañado de lúnulas eléctricas,
Loca tabla escoltada por negros hipocampos,
Cuando julio derrumba, a grandes garrotazos,
Cielos ultramarinos en ardientes embudos;

Que temblaba al oír, gimiendo en lontananza,
Los Behemots en celo y los densos Maelstroms,
Hilandero perpetuo de quietudes azules,
¡La Europa de los viejos parapetos, yo añoro!

¡He visto siderales archipiélagos, islas
Cuyo cielo en delirio se abre al bogavante!
–¿Son noches abisales en que exiliado duermes,
Oh tú, Vigor futuro, millón de aves áureas?–

¡Cierto: mucho he llorado! El alba es dolorosa.
Toda luna es terrible, y todo sol, amargo.
El agrio amor me hinchó de embriagantes torpores:
¡Que mi quilla reviente! ¡Que me hunda en la mar!

Si algún agua de Europa deseo, ésa es la charca
Helada y negra donde en tardes perfumadas
Un niño encuclillado, hondo en tristezas, suelta
Un barquito muy frágil, mariposa de mayo...

No puedo, marejada, inmerso en tu apatía,
Escoltar ya el aguaje del barco algodonero,
Ni traspasar orgullos de banderas y grímpolas,
Ni nadar a la vista atroz de los pontones.


VERSIÓN DE JOSÉ LUIS RIVAS

Comme je descendais des Fleuves impassibles,
Je ne me sentis plus guidé par les haleurs :
Des Peaux-Rouges criards les avaient pris pour cibles,
Les ayant cloués nus aux poteaux de couleurs.
J'étais insoucieux de tous les équipages,
Porteur de blés flamands ou de coton anglais.
Quand avec mes haleurs ont fini ces tapages,
Les Fleuves m'ont laissé descendre où je voulais.
Dans les clapotements furieux des marées,
Moi, l'autre hiver, plus sourd que les cerveaux d'enfants,
Je courus ! Et les Péninsules démarrées
N'ont pas subi tohu-bohus plus triomphants.
La tempête a béni mes éveils maritimes.
Plus léger qu'un bouchon j'ai dansé sur les flots
Qu'on appelle rouleurs éternels de victimes,
Dix nuits sans regretter l'oeil niais des falots !
Plus douce qu'aux enfants la chair des pommes sures,
L'eau verte pénétra ma coque de sapin
Et des taches de vins bleus et des vomissures
Me lava, dispersant gouvernail et grappin.
Et dès lors, je me suis baigné dans le Poème
De la Mer, infusé d'astres et lactescents,
Dévorant les azurs verts ; où, flottaison blême
Et ravie, un noyé pensif parfois descend :
Ou, teignant tout-à-coup les bleuités, délires
Et rythmes lents sous les rutilements du jour,
Plus fortes que l'alcool, plus vastes que nos lyres,
Fermentent les rousseurs amères de l'amour !
Je sais les yeux crevant en éclair, et les trombes
Et les ressacs et les courants : je sais le soir,
L'Aube exaltée ainsi qu'un peuple de colombes,
Et j'ai vu quelquefois ce que l'homme a cru voir !
J'ai vu le soleil bas, taché d'horreurs mystiques,
Illuminant de longs figements violets,
Pareils à des acteurs de drames très antiques,
Les flots roulants au loin de leurs frissons de volets !
J'ai rêvé la nuit verte aux neiges éblouies,
Baisers montant aux yeux des mers avec lenteurs,
La circulation des sèves inouïes
Et l'éveil jaune et bleu des phosphores chanteurs.
J'ai suivi, des mois pleins, pareille aux vacheries
Hystériques, la houle à l'assaut des récifs,
Sans songer que les pieds lumineux des Maries
Pussent forcer le mufle aux Océans poussifs !
J'ai heurté, savez-vous, d'incroyables Florides
Mêlant aux fleurs des yeux de panthères à peaux
D'hommes ! Des arcs-en-ciel tendus comme des brides
Sous l'horizon des mers, à de glauques troupeaux !
J'ai vu fermenter les marais énormes, nasses
Où pourrit dans les joncs tout un Léviathan !
Des écoulements d'eaux au milieu des bonasses,
Et les lointains vers les gouffres cataractant !
Glaciers,soleils d'argent, flot nacreux, cieux de braises !
Echouages hideux au fond des golfs bruns
Où les serpents géants dévorés des punaises
Choient , des arbres tordus, avec de noirs parfums !
J'aurais voulu montrer aux enfants ces dorades
Du flot bleu, ces poissons d'or, ces poissons chantants.
Des écumes de fleurs ont bercé mes dérades
Et d'ineffables vents m'ont ailé par instants.
Parfois , marthyr lassé des pôles et des zones,
La mer dont le sanglot faisait mon roulis doux
Montait vers moi ses fleurs d'ombre aux ventouses jaunes
Et je restais, ainsi qu'une femme à genoux....
Presque île, ballotant sur mes bords les querelles
Et les fientes d'oiseaux clabaudeurs aux yeux blonds.
Et je vogais, lorsqu'à travers mes liens frêles
Des noyés descendaient dormir à reculons !
Or moi, bateau perdu sous les chevaux des anses
Jeté par l'ouragan dans l'éther sans oiseau,
Moi dont les Monitors et les voiliers des Hanses
N'auraient pas repêché la carcasse ivre d'eau ;
Libre, fumant, monté de brumes violettes,
Moi qui trouais le ciel rougeoyant comme un mur
Qui porte, confiture exquise aux bons poètes,
Des lichens de soleil et des morves d'azur;
Qui courais, taché de lunules électriques,
Planche folle, escorté des hippocampes noirs,
Quand les juillets faisaient couler à coups de triques
Les cieux ultramarins aux ardents entonnoirs;
Moi qui tremblais, sentant geindre à cinquante lieues
Le rut des Béhémots et les Maetstroms épais,
Fileur éternel des immobilités bleues,
Je regrette l'Europe aux anciens parapets !
J'ai vu des archipels sidéraux ! et des îles
Dont les cieux délirants sont ouverts au vogueur :
Est-ce en ces nuits sans fonds que tu dors et t'exiles,
Millions d'oiseaux d'or, ô future Vigueur ?
Mais, vrai, j'ai trop pleuré ! Les Aubes sont navrantes.
Toute lune est atroce et tout soleil amer :
L'âcre amour m'a gonflé de torpeurs enivrantes.
O que ma quille éclate ! O que j'aille à la mer !
Si je désire une eau d'Europe, c'est la flache
Noire et froide où vers le crépuscule embaumé
Un enfant accroupi plein de tristesses, lâche
Un bateau frêle comme un papillon de mai.
Je ne puis plus, baigné de vos langueurs, ô lames,
Enlever leur sillage aux porteurs de coton,
Ni traverser l'orgueuil des drapeaux et des flammes,
Ni nager sous les yeux horribles des pontons.

Arthur Rimbaud.

miércoles, 21 de enero de 2009

LA GRIEGA

Vimos a una mujer morena construir el acantilado.
No más de un segundo, como alanceada por el sol. Como
los párpados heridos del dios, el niño premeditado
de nuestra playa infinita. La griega, la griega,
repetían las putas del Mediterráneo, la brisa
magistral: la que se autodirige, como una falange
de estatuas de mármol, veteadas de sangre y voluntad,
como un plan diabólico y risueño sostenido por el cielo
y por tus ojos. Renegada de las ciudades y de la República.
cuando crea que todo está perdido a tus ojos me fiaré.
cuando la derrota compasiva nos convenza de lo inútil
que es seguir luchando, a tus ojos me fiaré.
Roberto Bolaño



LISA

Cuando Lisa me dijo que había hecho el amor
con otro, en la vida cabina telefónica de aquel
almacén de la Tepeyac, creí que el mundo
se acababa para mí. Un tipo alto y flaco y
con el pelo largo y una verga larga que no esperó
más de una cita para penetrarla hasta el fondo.
No es algo serio, dijo ella, pero es
la mejor manera de sacarte de mi vida.
Parménides García Saldaña tenía el pelo largo y hubiera
podido ser el amante de Lisa, pero algunos
años después supe que había muerto en una clínica psiquiátrica
o que se había suicidado. Lisa ya no quería
acostarse más con perdedores. A veces sueño
con ella y la veo feliz y fría en un México
diseñado por Lovecraft. Escuchamos música
(Canned Heat, uno de los grupos preferidos
de Parménides García Saldaña) y luego hicimos
el amor tres veces. La primera se vino dentro de mí,
la segunda se vino en mi boca y la tercera, apenas un hilo
de agua, un corto hilo de pescar, entre mis pechos. Y todo
en dos horas, dijo Lisa. Las dos peores horas de mi vida,
dije desde el otro lado del teléfono.
Roberto Bolaño.

martes, 13 de enero de 2009

LA CARGA DE LA BRIGADA LIGERA





LA CARGA DE LA BRIGADA LIGERA

1
Media legua, media legua,
media legua más allá,
en el valle de la Muerte
cabalgaron los seiscientos.
¡Adelante, la Brigada Ligera!
¡Cargad contra los cañones!
En el valle de la Muerte
cabalgaron los seiscientos.

2
¡Adelante, la brigada Ligera!
¿Alguno desfalleció?
No aunque el soldado supiera
que alguien cometió un error,
no era cosa suya replicar,
ni preguntarse el por que,
solo cumplir con su deber y morir
en el valle de la Muerte
cabalgaron los seiscientos.

3
Cañones a su derecha,
cañones a su izquierda,
cañones ante si,
descargaron y tronaron;
Azotados por balas y metralla,
cabalgaron con audacia
en las fauces de la Muerte,
en la boca del infierno,
cabalgaron los seiscientos.

4
Brillaron sus sables desnudos
resplandecieron al girar en el aire
para golpear a los artilleros,
cargando contra un ejército,
que asombro al mundo entero
zambulléndose en el humo de las baterías,
cruzaron las líneas;
Cosacos y rusos
retrocedieron ante el tajo de los sables
hechos añicos, se dispersaron.
Entonces regresaron, pero ellos no
no los seiscientos

5
Cañones a su derecha
cañones a su izquierda
cañones detrás de si
descargaron y tronaron;
Azotados por las balas y metralla,
mientras caballo y héroe caían,
los que tan bien habían luchado,
entre las fauces de la Muerte,
Volvieron de la boca del infierno
todo lo que de ellos quedo,
lo que quedo de los seiscientos.

6
¿Cuando se marchita su gloria?
¡Oh, que carga tan valiente la suya¡
Al mundo entero maravillaron
¡Honrad la carga que hicieron!
¡Honrad la Brigada Ligera,
a los nobles seiscientos!


Lord Alfred Tennyson (1809-1892)